Antes de que este territorio se convirtiera en un mar de viñas, el cereal fue el cultivo que marcó calendarios y economías. Prueba de ello son las antiguas fábricas de harina que se levantaron en Sinarcas y Camporrobles cuando la mecanización se impuso a comienzos del siglo XX. Dejaron de funcionar en los años 80 del pasado siglo y hoy son espacios para la memoria que cuentan cómo la industria transformó el campo y la vida de nuestros pueblos.
Fotos de Verónica I.P.

En Sinarcas la tradición molinera es larga: durante siglos, varios molinos hidráulicos se situaron en el cauce del Regajo y fueron los encargados de transformar en harina el cereal que alimentaba a la población. La tradición solo se rompió cuando el mundo moderno penetró en nuestros pueblos y los propios molineros prefirieron trasladarse a los centros urbanos y utilizar la fuerza de la electricidad en lugar de la del agua para su tarea. Curiosamente, en los mismos tramos del río que antes hubo molinos, se instalaron entonces “fábricas de luz”. Eran pequeñas centrales hidroeléctricas para consumo local.
Del salto de agua en el río a la fuerza de la electricidad
Corría el año 1935 cuando Ángel Palomares Jiménez levantó en Sinarcas un moderno molino eléctrico. Aquel edificio de varias alturas con cribas, limpiadoras, elevadores y bancos de cilindros concentraba el proceso que antes se hacía a golpe de muela y corriente de agua. Después de la Guerra Civil, la propiedad pasó a una saga molinera: la familia Cañizares. Ellos explotaron esas instalaciones durante medio siglo, hasta finales de los años ochenta.
Pero el molino no desapareció y hoy, restaurado y adaptado como Museo del Cereal, mantiene intacto un equipo que nos permite recorrer, paso a paso, el camino del grano desde la llegada al muelle hasta el saco final.
El impulso de una cooperativa
A pocos kilómetros, en Camporrobles, se encuentra la Fábrica de Harinas “San Isidro Labrador” que abrió en 1926 y que, técnicamente, es muy similar a la harinera de Sinarcas. Sin embargo, este molino eléctrico tiene un origen muy diferente. Y es que en Camporrobles no hay saltos de agua próximos, como sucede en Sinarcas, por lo que convertir el trigo en harina exigía alejarse mucho de la población. No es de extrañar, por lo tanto, que esta fábrica se instalara en fechas bastante tempranas y lo hiciera con el impulso cooperativo: compartir los gastos de la instalación para evitar largos desplazamientos a todo el vecindario.

Igual que sucedió con la harinera de Sinarcas, el conjunto de Camporrobles (los almacenes, el patio, las oficinas y su maquinaria de hierro y madera) estuvo en funcionamiento hasta los años ochenta del siglo XX. Concretamente, hasta 1982. Aunque la parada de las correas no supuso el fin: el conjunto también se ha preservado como espacio museístico y cultural.
Ambas harineras, con historias paralelas, condensan una misma evolución: la de un salto tecnológico que aproximó la molienda a los núcleos urbanos y que, una vez que quedó obsoleto, se ha convertido en un recurso turístico que nos invita a entender, sin nostalgia, de qué estuvo hecho el pan de cada día. Hoy te animamos a conocerlas a través de este reportaje fotográfico.





















